Si soy invitado a casa de unos amigos, me las arreglo para
no llegar después del aperitivo.
Si asisto al teatro, me gusta estar instalados antes de
que suba el telón, ambientarme en mi butaca, en la sala, con mis vecinos.
Si voy a un concierto, me gusta oír cómo el primer violín
da el la, cómo todo se organiza y cómo se pasa de la cacofonía al silencio y
del silencio a la música.
Si voy al cine,
echo peste contra los que pasan por delante de la pantalla y me impiden ver las
primeras imágenes (¡son tan importantes!).
Si conecto la televisión para escuchar el telediario me
fastidia perderme el anuncio inicial de las noticias más importantes del día. O
que, mientras la intento escuchar, otros hablen y me impidan enterarme.
En todas partes,
siempre, cuando hay diversas personas que se reúnen para formar asamblea y para
llevar a cabo algo que aprecian, es muy importante el primer momento, los
primeros cinco minutos.
¿Y en nuestras iglesias? En nuestras iglesias suele
ocurrir todo lo contrario. La gente llega tarde, se empieza sin silencio, como
si no importara lo que se hace y se dice.
Pero conozco una iglesia en la que todos los bancos están
ocupados casi un cuarto de hora antes del inicio de la misa: las
personas se saludan, los niños corren un poco por todas partes, el
sacerdote se mueve a lo largo de la
nave, se encienden los cirios, se colocan las flores, la música de
interiorización suena de fondo, se comprueban los micros, se distribuyen las
hojas de cantos, los lectores repasan las lecturas, el pueblo se dispone a
cantar las respuestas.
Por nada del mundo me perdería la asistencia a este tiempo
antes del comienzo.
¡Bienaventurada esta iglesia! ¡Bienaventurados vosotros si
pertenecéis a una comunidad que valore los primeros cinco minutos!
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